Dicen los que saben que todos los procesos creativos tienen forma de U. Es como estar frente a un cañon (o una olla de skate), justo en la orilla. Desde ese lado, es fácil ver la otra orilla y proyectar a dónde queremos llegar. Bosquejamos esquemáticamente en nuestra mente los pasos a dar y visualizamos nuestra llegada a destino con toda la gloria. Sabemos que hay un camino que andar, pero lo que muchas veces —léase, siempre— obviamos es que necesariamente nos llevará a través de la panza de esa U. Para llegar al otro lado, es necesario descender… y tocar el fondo.
Nunca nadie me había dicho que concebir un hijo era bastante parecido a cualquier otro proceso creativo. Todo arranca con una imagen, una idea que se vuelve un deseo. En nuestro caso, ese deseo llegó recién en 2012, unos meses antes de nuestra boda y luego de 9 años de noviazgo. Algunos podrán decir que “nos tomamos nuestro tiempo”. Pero si hay algo que aprendí, es que los bebés —al igual que las buenas ideas— llegan cuando ellos tienen ganas de llegar.
Comenzando el descenso
Por aquel entonces era prácticamente vegetariana: comía algún pescado cada tanto, pero por lo general solo verduras, harinas y quesos. Me mantenía en movimiento haciendo Pilates y andando en bici. Tenía bastante conciencia del cuidado de mi cuerpo (al menos eso creía yo). A mediados de 2012, comencé a tener períodos irregulares. Mi ginecóloga del momento acusó al estrés de la boda de ser el causante de mis desajustes. “Relajate, ya te vas a ordenar”, me dijo, luego de mirar mi primer test de hormonas con algunos números no muy normales. Pero ella era la profesional, así que me olvidé del tema.
2013 fue un año más estresante todavía, en términos de la pura estadística. Si dicen que una de las cosas que más estresa a las personas es mudarse, nosotros lo hicimos por partida doble: mudamos a Monoblock de una casa en Flores a un local en Palermo, y nosotros acompañamos ese movimiento dejando nuestro departamento en Caballito y mudándonos a unas cuadras de esta nueva oficina. Los meses de junio a agosto de 2013 fueron los más agotadores de mi vida: no paraba de ver anuncios de propiedades, sacar cuentas y conjeturas. Promesas que se caían, dueños que cambiaban de opinión, precios que subían en las negociaciones. Oh sí: conocí el verdadero estrés de no poder dormir porque el tiempo se agota, no sabés qué va a pasar y no podés controlarlo. Durante todo 2013, dormí muy pero muy poco.
Mi período siguió —tal como mi vida en ese momento—, muy irregular. Se había acortado, ciclos de hasta 15 días, con algunos de 40 que me hacían sospechar un embarazo, pero no. ¿Estaba ovulando? No lo sabía. Hice algunos tests más, los números de mis hormonas no habían cambiado demasiado. Mi cuerpo y mi vida se habían convertido en una especie de ruleta en la que podía tocar cualquier número. No es que todas fuera malas noticias, para nada: estábamos creciendo muy bien con Monoblock, asumiendo responsabilidades como nunca antes, formando a un equipo completamente nuevo con personas que nos entusiasmaban, llamando la atención con premios y reconocimientos. De a poco, el trabajo de años estaba empezando a rendir frutos, así que todas esas noches de poco sueño y todos los fines de semana de trabajar para ponerse al día, estaban justificados.
Navegando el fondo
2014 nos encontró muy atareados pero más organizados. Pudimos comenzar a frenar y darnos cuenta lo mucho que habíamos hecho en poco tiempo,y cómo nuestros cuerpos estaban pagando las cuentas. Fue un año revolucionario para nuestra alimentación: dejamos el azúcar, hicimos un “Whole 30” y volví a comer carne. Conocimos a una doctora nutricionista joven que nos enseñó cómo equilibrar nuestra alimentación. Yo volví a tener una rutina de ejercicios que me puso en contacto con mis músculos y sus capacidades. En paralelo, decidí volver a explorar qué estaba pasando con mis hormonas. Y en ese ámbito, las noticias no fueron del todo alentadoras. Por un lado, físicamente estaba impecable. Todo en orden, todo en su lugar. Pero —para mi sorpresa— mis exámenes de sangre revelaban niveles hormonales consistentes con un diagnóstico de baja fertilidad.
Me recomendaron un nuevo ginecólogo. Un señor mayor, bastante frío. Se sentaba en su escritorio y escribía recetas sin mirarme. Me indicó un test de Hormona Antimulleriana. El test me devolvió otro número malvado: estaba debajo del rango, lo que se traducía “rápidamente” en ovarios que no estaban ovulando. ¿Las razones? No las sabía. Todo en mi cuerpo parecía normal excepto mis hormonas. Los tests decían algo que sonaba muy parecido a “falla ovárica precoz”. Y detrás de ese diagnóstico, una realidad: “sin óvulos, no hay bebés”. No fue fácil de digerir. Como primer paso me amigué con la posibilidad de tener que pedir un óvulo prestado, o incluso adoptar. El camino a continuación podía venir con cualquiera de esas variantes. No lo sabía. Llegó a mis oídos ese dicho nefasto “madre no es la quiere, sino la que puede”. Y yo todavía tenía que entender qué es querer, qué es desear, qué es poder. En el fondo del abismo, yo no tenía nada de esto claro. Necesitaba encontrar un mapa, una linterna, una brújula… algo. Fue entonces cuando apareció Alcira, nuestra coach. ¿Coach de qué? Hoy les diría que fue mi coach en madurez.
Acampando
Es hermoso rendirse a la experiencia de uno mismo. Requiere, principalmente, contemplación. Si uno no frena, no hay forma de escucharse. Así que en 2015, empecé a frenar. Hasta podría decir que acampé un ratito en el fondo del cañón y me permití colgarme mirando las estrellas. Entendí que para salir, a veces hay que permitirse flotar. Delicioso tiempo de no imponerse resultados. Dejar de ser tan efectivo para simplemente ser. Es un salto de fe: es soltar el control pero no en los términos que uno se imaginaría.
A veces soltar tiene que ver con animarse a mostrar las heridas. Ser vulnerable, pedir ayuda, aceptar que hay un devenir que no depende de nosotros y sobretodo no arrogarse la responsabilidad de que “todas” las cosas funcionen. Arrogarse es una palabra clave. Quiere decir “apropiarse indebida o exageradamente de cosas inmateriales, como facultades, derechos u honores”. A veces nos arrogamos la facultad de hacer que ciertas cosas sucedan y eso es simplemente un error. Rara vez —para las cosas que realmente importan— la tarea creativa queda en manos únicamente de uno. El trabajo es colectivo y comienza desde la inspiración. Tanto para las ideas como para los bebés hay que admitir que “nos siembran”, por lo que hay que asumirse más como tierra fértil que como arado. Para una cabezadura acostumbrada a ir de frente hacia sus deseos, dejar de ser la máquina y transformarse en tierrita fue una tarea “interesante”.
Subiendo la cuesta
Subir la cuesta es un acto de fe. No hay forma de saber en qué momento preciso uno empieza a subir, porque solo se percibe la diferencia en el aire cuando uno ya está arriba. Quizás porque, como les decía antes, no se trata de caminar sino de “flotar”. En algún momento cambia el viento. A veces se puede sentir un ventarrón que, más tarde, será recordado como un momento clave. Pero si uno está comprometido con soltar las riendas, no se arrogará la autoría sobre el viento, solo aceptará recibirlo. Y punto.
En julio de 2015 fui a visitar a un endocrinólogo, porque nuevos análisis decían que mi tiroides también estaba en pie de guerra. Pablo estuvo a mi lado, algo que debo reconocer era nuevo para mí y parte de este ejercicio de mostrarme vulnerable (también frente a él). Diego, el doctor, rápidamente nos sacó de la cabeza todas esas ideas macabras que venían asociadas a los números “malos”. Miró mis análisis y conjeturó varias probabilidades con horizontes soleados. Me ordenó otro análisis para verificar el primero, pero sobretodo, nos recetó dejar de preocuparnos. Fue tan cálido, tan humano, tan diferente a aquel ginecólogo triste y gris, que salimos riendo y emocionados hasta las lágrimas de su consultorio.
Lo que sucedió entonces, solo puedo describirlo como magia. En pocas palabras, ese mismo fin de semana, hicimos un bebé. Claro que no teníamos ni idea todavía. Hice el test encomendado por Diego a los 21 días del ciclo y con ese papelito victorioso volvimos a verlo: todos los números era brillantemente “normales”. Con gran sabiduría, Diego conjeturó: “una de dos: o ese estudio anterior te lo hicieron monos con guardapolvos, o tuviste un desajuste hormonal momentáneo al cual justo le sacaste una foto. Piba, estás fantástica, re ovulaste.” Esas mágicas palabras —“re ovulaste”— me valieron más que todos los premios, “dieces” y reconocimientos recibidos hasta el momento. Bien podrían haberme entregado un trofeo con forma de útero dorado.
Pero entonces…
—Diego, todavía no me vino. Y voy por el día 36 del ciclo…
Diego me miró con sorpresa. Hizo las cuentas él mismo.
—Bueno, esto es sencillo: ese análisis dice que ovulaste alrededor de esa fecha. El cuerpo lúteo vive 14 días, con lo cual necesariamente 14 días después, si no es fecundado, comienza tu ciclo menstrual. Hacé lo siguiente: esperá 10 días y si no te viene, te hacés un test de embarazo.
Aquí tienen que entender una cosa: después de tanta incertidumbre, no era una noticia que nos hiciera saltar sobre el borde de la silla. Era tan increíblemente improbable, que la actitud que tomamos fue de absoluta humildad. Solo podíamos poner un pie delante del otro y seguir caminando, con la convicción de que llegaríamos a destino, algún día.
El cielo es más celeste del otro lado
Nunca llegué a esperar 10 días. Comencé a sentir naúseas matinales, en forma leve pero constante. Como toda “primera vez”: es difícil diferenciar lo que sucede con absoluta certeza y más difícil es creer que está sucediendo. Luego de 3 días de náuseas constantes, decidí que era hora de sacarnos la duda. La mañana del 7 de septiembre me dirigí al baño, test en mano, a hacer mi parte.
Hace poco ví una película sobre el Everest, basada en la historia real de un grupo de escaladores no profesionales. Sin bien escalar a más de 7000 metros de altura es considerablemente más peligroso que hacerse un test de embarazo, los 2 minutos de espera para encontrarse con el resultado deben parecerse bastante a los últimos 20 metros para llegar a la cumbre. La posibilidad de un resultado victorioso está ahí, palpable, delante de nuestras narices… y sin embargo, “no llegar” es estadísticamente muy probable. Así que son unos minutos que requieren respeto, pero sobretodo, mucha entrega. Todo puede suceder y no depende exclusivamente de nuestra voluntad.
El resto se lo pueden imaginar… y si no, imagínense aferrarse con sus dos manos a la tierra, impulsarse para arriba a fuerza de pura convicción y que un rayo de sol les bañe la cara anunciando que acaban de llegar a la cima, al final de esa travesía: el otro lado de la U. Imagínense arrodillarse sobre un colchón de pasto verde, mirar por primera vez un nuevo horizonte, enamorarse automática de sus colores, extender la mano y sujetar la de la persona que más aman para juntos hacer que sus pies vuelvan a la tierra. Abrazarse, llorar, celebrar. Aceptar con todo el corazón la aventura que sigue.
El día había llegado. Ya éramos futuros papás.
Para crear, hay que ser un espacio disponible
Todos los proyectos creativos tienen forma de U… como en útero. No estoy diciendo que sea necesario tener uno para ser creativo, pero sí que es necesario serlo. Ser un útero. El útero es un órgano cuya única función es gestar. Tiene forma triangular: no casualmente el triángulo —y su correlato, el número 3— es una forma sagrada vinculada a la creatividad. Además es pura disponibilidad hecha músculo, listo para incrementar su volumen varias veces y adaptarse a lo que viene. El útero es esencialmente un espacio disponible, siempre listo para recibir una tarea divina y darlo todo por ella sin chistar. Si nos animamos a asumir ese rol, es solo cuestión de tiempo para que lo divino nos fecunde: en forma de idea o de hijo. No cualquier idea, ni cualquier hijo: el que nos haya elegido. (O al menos así lo creemos Elizabeth Gilbert y yo: les recomiendo leer su libro, Big Magic.)
¿Recuerdan algún proceso creativo especialmente difícil que hayan encarado? ¿Se animan a compartirlo conmigo?
5 comentarios
Maravilloso relato
Piel de gallina
Es el milagro De Dios más maravilloso!
Yo fui mama hAce casi 4 meses y hemos pasado por varios momentos de incertidumbres a todo nivel y llegó cuando tenía que llegar!!!!
Hola! que lindo lo que escribiste..me dejaste llorando,por el relato,tal vez porque estoy sensible ante este ‘día de la madre’ que yo también quiero celebrar pero que no puedo,que la espera se hace eterna y que cada mes es tocar fondo y volver a empezar..Que los nervios y el estrés seguro ‘ayuden’ a que eso no se de..o como decís vos,es cuestión de tiempo de que ese ser nos elija..
Me encanto leer tu historia,no la sabia..no sabia que también había todo un proceso detrás de ese hermoso bebe que tenes hoy en día..Un muy feliz día para mañana! y gracias por compartir esto para darnos cuenta que a muchas les pasa pero que al final es posible! Besotes!
Por dios que hermosas palabras…me siento identificada y te agradezco enormemente el que las hayas plasmado…algun dia llegara ese momento, cuando tenga que llegar…despues de esta larga espera.
Se me caen unas cuantas lagrimas de esperanza…
Gracias por compartir algo tan hermoso..
Qué emocionante relato! Genia de compartirlo, ya q seguramente ayudará a muchas mujeres a mantener viva la esperanza de convertirse en madre. Cariños
No podía ser de otra manera tu relato! Hermoso! Bendición de Dios son los hijos!!!!!!!!!!!!
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