Recuerdo perfectamente el primer libro que me hizo llorar. No una lagrimita de emoción, no no: un mar de lágrimas con congoja, con una tormenta de emociones que nunca me imaginé que podía desatarse con tan solo leer palabras en una hoja.
En ese momento descubrí en carne propia la potencia implacable de las palabras precisas. Entendí por qué ser escritor era un oficio tan noble e importante, sin importar qué tipo de textos escribieras, la luz podía colarse en tan solo un párrafo. Una frase.
Me acuerdo todo con sumo detalle: era de noche, estaba en penumbras (porque siempre fui un poco fotofóbica y mis mejores amigo a partir del atardecer serán siempre un velador y un cómodo sillón sobre el cual recoger mis pies para que no toquen el piso). Estaba en uno de los dormitorios de mi infancia, el número 2 (me mudé algunas veces), que compartía con mi hermana Flor. Ya era bastante tarde, nadie sabía que yo seguía despierta leyendo, pero no podía soltarlo. Necesitaba saber qué iba a suceder con mis amados personajes. Cuando las palabras me abrieron —cual filoso abrecartas— el corazón, lágrimas gordas, saladas y calientes recorrieron mis mejillas.
Me sorprendí de mi reacción, ¿por qué esta angustia? ¿Qué me estaba sucediendo? Nadie me veía, así que me dejé llevar. Y lloré con ganas. Y lo abracé contra mi corazón, registrando ese momento en una foto emocional imborrable.
El libro en cuestión era“La Señora Frisby y las ratas de Nimh”, de Robert C. O’ Brian. Quizás nunca escuchaste hablar de él, pero a mis 9 años, se convirtió en uno de mis libros favoritos de la vida. ¿Por qué me hizo llorar? No importa realmente. Lo que los libros nos traen a nuestras vidas son regalos que solo nosotros podemos desenvolver. Los tesoros de mis libros pueden no valer mucho para vos. Pero estoy segura que hay tesoros, miles, esperándote en la infinita biblioteca del mundo.
Todavía tengo el libro en mi biblioteca, esperando a ver si también tiene tesoros para mi hijo.
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